En sus brazos duerme
nació el niño,
envuelto de silicio y miel,
dulce suspiro
al contraste celestial,
velocidad correría
por sus venas,
sonrisas deleitarían
la esperanza de sus creadores.
La cabeza dura
pertenecía
al linaje
de los satélites del sol,
fieles seguidores
de las noches
inmensas,
inmersas
en danubio azul
y centelleo de los ojos
entre tristes y sonrientes.
Llegaría creciendo
a los látigos
del espectro
abrazando
el valle iluminado,
concediendo
el último deseo
de éstos.
No sería un milagro,
durmiendo
se hallaba
la flor esperada,
el lirio escondido
entre añoranza y remembranza.
El silbido otorgado
penetró el crujiente paso
de los aldeanos,
cuando la tierra
envolviera sus mentes,
cuando el dolor
goteara por sus dolientes poros azucarados,
cuando los duros encuentros
penetraran el respirar.
Aquel niño convertiría
la batalla en mar,
nunca cruzaría el azucarado
el muelle atormentado,
una de esas veces,
cuando termina la condena,
cuando los brillos de sus ojos se ocultan
para derramar sandunga
en el seco sollozar,
en el sereno ocultar,
en el perfume amargo del transitar,
aquel detrás del vidrio,
aquel con luz viajando
para perennidad.